EL AUTOR DEL UNIVERSO.
Recobrar la esperanza.
Vivimos en un Universo que, en un momento dado, ha sido creado. Todo lo creado necesita un creador.
El primer creador no puede surgir del vacío (ausencia de todo) ni puede haber sido creado pues, entonces, ya no sería el primer creador. Por lo tanto, el Creador ha de tener necesariamente Autoexistencia.
En este mundo material, nada ni nadie tiene autoexistencia, es decir, nada existe por si mismo sin depender de una causa anterior que, a su vez, depende de otra causa anterior y así sucesivamente.
Cualquier cosa (física o mental) creada es una suma de componentes que, si los desmenuzamos hasta el final, llegamos a La Nada...
Así hasta llegar a la división subatómica, en donde hemos descubierto que las partículas tampoco existen como tales sino que son sólo “unidades independientes de vibración”, pero no materia.
Lo mismo se puede aplicar a la forma de ser y pensar de cada uno. Evolucionamos en base a una suma de ideas aprendidas, experiencias adquiridas, herencia genética, influencias astrológicas quizás.
En definitiva, es un hecho que hemos nacido y nos estamos forjando una conciencia: un Yo.
“Por medio de la experiencia esperas alcanzar la verdad de tu creencia, probártela a ti mismo, pero esa creencia condiciona tu experiencia”. Krishnamurti.
Fuente: El autor del Universo, de Joaquín Ferrer Martínez.
Web: www.psicodescodificacion.com
La fe más fiable es la que proviene del conocimiento. Los grandes guías espirituales de la humanidad no se limitaban a “creer” en Dios, “conocían” su naturaleza divina.
Por lo tanto, su fe era consecuencia de su sabiduría espiritual y no de una mera intuición.
La Existencia existe. La Vida cambia y se trasforma constantemente pero, en esencia, permanece. Fuera de la existencia sólo queda el vacío: La Nada.
Por lo tanto, su fe era consecuencia de su sabiduría espiritual y no de una mera intuición.
La Existencia existe. La Vida cambia y se trasforma constantemente pero, en esencia, permanece. Fuera de la existencia sólo queda el vacío: La Nada.
Vivimos en un Universo que, en un momento dado, ha sido creado. Todo lo creado necesita un creador.
El primer creador no puede surgir del vacío (ausencia de todo) ni puede haber sido creado pues, entonces, ya no sería el primer creador. Por lo tanto, el Creador ha de tener necesariamente Autoexistencia.
En este mundo material, nada ni nadie tiene autoexistencia, es decir, nada existe por si mismo sin depender de una causa anterior que, a su vez, depende de otra causa anterior y así sucesivamente.
Cualquier cosa (física o mental) creada es una suma de componentes que, si los desmenuzamos hasta el final, llegamos a La Nada...
Así hasta llegar a la división subatómica, en donde hemos descubierto que las partículas tampoco existen como tales sino que son sólo “unidades independientes de vibración”, pero no materia.
Lo mismo se puede aplicar a la forma de ser y pensar de cada uno. Evolucionamos en base a una suma de ideas aprendidas, experiencias adquiridas, herencia genética, influencias astrológicas quizás.
En definitiva, es un hecho que hemos nacido y nos estamos forjando una conciencia: un Yo.
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Ahora reflexiona un momento: ¿quién es el que está leyendo esto?, ¿qué es esa conciencia que está detrás de tus pensamientos? Tu mente está ocupada decodificando, analizando y traduciendo.
Entonces, ¿quién está leyendo en realidad? Con este ligero cambio en tu atención podrás darte cuenta de que existe dentro de ti una presencia interna, una fuerza que siempre observa las experiencias.
Tomemos ahora como ejemplo a las matemáticas. En matemáticas no existe el número más pequeño que de origen a los demás; así como tampoco el número más grande lo podemos averiguar.
Por lo tanto, aunque las leyes matemáticas son reales e infalibles, los números carecen de existencia inherente: son una invención nuestra, aunque los utilizamos convencionalmente para poder expresar y desarrollar esas leyes matemáticas que sí existen y de las que dependen.
Leyes que, por otra parte, debido a su perfección y sabia y necesaria interrelación, es imposible considerarlas como fruto del azar.
Sabemos que el universo está regido por unas leyes cósmicas que sostienen y entrelazan, sabia y sutilmente, hasta el detalle más ínfimo.
Todo lo cual se escapa a nuestra capacidad de comprensión pero no de admiración y aceptación. En consecuencia, habremos de aceptar que –al igual que los números en matemáticas- vivimos en un universo material creado por la vibración sin materia...
¿De dónde surge la primera vibración autoexistente? ¿Qué clase de cualidades requiere esa primera vibración?.
Para ser capaz de ordenar y coordinar permanentemente toda la superestructura de la Creación, con unas leyes inconmensurablemente inteligentes.
Entonces, ¿quién está leyendo en realidad? Con este ligero cambio en tu atención podrás darte cuenta de que existe dentro de ti una presencia interna, una fuerza que siempre observa las experiencias.
Tomemos ahora como ejemplo a las matemáticas. En matemáticas no existe el número más pequeño que de origen a los demás; así como tampoco el número más grande lo podemos averiguar.
Por lo tanto, aunque las leyes matemáticas son reales e infalibles, los números carecen de existencia inherente: son una invención nuestra, aunque los utilizamos convencionalmente para poder expresar y desarrollar esas leyes matemáticas que sí existen y de las que dependen.
Leyes que, por otra parte, debido a su perfección y sabia y necesaria interrelación, es imposible considerarlas como fruto del azar.
Sabemos que el universo está regido por unas leyes cósmicas que sostienen y entrelazan, sabia y sutilmente, hasta el detalle más ínfimo.
Todo lo cual se escapa a nuestra capacidad de comprensión pero no de admiración y aceptación. En consecuencia, habremos de aceptar que –al igual que los números en matemáticas- vivimos en un universo material creado por la vibración sin materia...
¿De dónde surge la primera vibración autoexistente? ¿Qué clase de cualidades requiere esa primera vibración?.
Para ser capaz de ordenar y coordinar permanentemente toda la superestructura de la Creación, con unas leyes inconmensurablemente inteligentes.
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Supongamos que una mujer da a luz un hijo y, a su vez, ha pintado un cuadro. Tanto el hijo como el cuadro son creaciones suyas.
Mientras el hijo comparte su propia esencia (aún cuando se ha convertido en un ser independiente con entidad propia), el cuadro es simplemente una expresión de sus inquietudes artísticas.
El cuadro no tiene inteligencia ni libre albedrío ni la capacidad de evolucionar por su cuenta, porque el cuadro es una expansión de su creadora pero no comparte la esencia de su ser, como sí lo hace su hijo que ha sido generado por separación de su propio ser.
“Al principio era el Verbo”. Ese Verbo ha de tener Existencia Eterna, por supuesto y, a la vez una Suprema Inteligencia y, a la vez, su Voluntad ha de tener poder creador y, a la vez, ha de ser Amor.
En efecto, porque el verdadero Amor tiene autoexistencia –no hay nada anterior a él que lo haya podido crear- y, por lo tanto, forma parte de la esencia de Dios.
Los conceptos de Dios y Amor son indisolubles porque el Amor es imprescindible para crear, contener y sostener todas las cualidades positivas que existen.
Llegados a este punto, los más escépticos se estarán planteando dos vitales cuestiones: ¿Cómo es compatible un Dios-Amor con la existencia del sufrimiento?.
Y, aunque exista la vida eterna, ¿Qué me asegura que mi trascendencia individual esté garantizada?.
El libre albedrío es una consecuencia del Amor. Un ser que hubiera creado un mundo sin utilizar la herramienta del Amor, muy posiblemente no se hubiera molestado en conceder a sus criaturas el don de la libertad.
Mientras el hijo comparte su propia esencia (aún cuando se ha convertido en un ser independiente con entidad propia), el cuadro es simplemente una expresión de sus inquietudes artísticas.
El cuadro no tiene inteligencia ni libre albedrío ni la capacidad de evolucionar por su cuenta, porque el cuadro es una expansión de su creadora pero no comparte la esencia de su ser, como sí lo hace su hijo que ha sido generado por separación de su propio ser.
“Al principio era el Verbo”. Ese Verbo ha de tener Existencia Eterna, por supuesto y, a la vez una Suprema Inteligencia y, a la vez, su Voluntad ha de tener poder creador y, a la vez, ha de ser Amor.
En efecto, porque el verdadero Amor tiene autoexistencia –no hay nada anterior a él que lo haya podido crear- y, por lo tanto, forma parte de la esencia de Dios.
Los conceptos de Dios y Amor son indisolubles porque el Amor es imprescindible para crear, contener y sostener todas las cualidades positivas que existen.
Llegados a este punto, los más escépticos se estarán planteando dos vitales cuestiones: ¿Cómo es compatible un Dios-Amor con la existencia del sufrimiento?.
Y, aunque exista la vida eterna, ¿Qué me asegura que mi trascendencia individual esté garantizada?.
El libre albedrío es una consecuencia del Amor. Un ser que hubiera creado un mundo sin utilizar la herramienta del Amor, muy posiblemente no se hubiera molestado en conceder a sus criaturas el don de la libertad.
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Si se tiene la intención de que cada ser dotado de inteligencia y libertad tenga la opción de evolucionar por sí mismo y, mediante su propia experiencia, llegar a averiguar cual es el camino que conduce a sentirse plenamente realizado como Ser.
Es decir, si el Creador “ama” a las criaturas creadas desde su propia esencia (como la madre a su hijo y no como el pintor a su cuadro), entonces les tiene que conceder el don del libre albedrío.
El precio de ejercer nuestra libre voluntad es que podemos cometer errores y, los errores, son los que crean el sufrimiento y nos atan a él hasta que logramos librarnos de las actitudes y los esquemas mentales que los formaron.
Sin embargo, negarnos el libre albedrío sería lo mismo que negarnos nuestra personalidad individual: sería convertirnos en zombis en vez de ser chispas divinas.
El mal y la imperfección, desde un punto de vista lógico, objetivo y espiritual, no es más que la consecuencia del temporal alejamiento de la Fuente del Bien.
Por otro lado, cabe observar que el nivel de inteligencia del ser humano va bastante más allá del que podría ser fruto de la evolución natural de las especies.
El ser humano es más inteligente por naturaleza que por evolución pues, por muchas dificultades que haya tenido que superar nuestra especie en el pasado, cabe replicar que la necesidad no hace a un animal inteligente si éste no tiene esa capacidad ya de por sí.
No es por casualidad que el ser humano es capaz de reconocerse a sí mismo al mirarse a un espejo y los animales no.
Y es muy sintomático que el ser humano tenga la capacidad de observar sus propios pensamientos, de hablar consigo mismo como si hablara con una segunda persona; de observarse a sí mismo, en definitiva...
Es decir, si el Creador “ama” a las criaturas creadas desde su propia esencia (como la madre a su hijo y no como el pintor a su cuadro), entonces les tiene que conceder el don del libre albedrío.
El precio de ejercer nuestra libre voluntad es que podemos cometer errores y, los errores, son los que crean el sufrimiento y nos atan a él hasta que logramos librarnos de las actitudes y los esquemas mentales que los formaron.
Sin embargo, negarnos el libre albedrío sería lo mismo que negarnos nuestra personalidad individual: sería convertirnos en zombis en vez de ser chispas divinas.
El mal y la imperfección, desde un punto de vista lógico, objetivo y espiritual, no es más que la consecuencia del temporal alejamiento de la Fuente del Bien.
Por otro lado, cabe observar que el nivel de inteligencia del ser humano va bastante más allá del que podría ser fruto de la evolución natural de las especies.
El ser humano es más inteligente por naturaleza que por evolución pues, por muchas dificultades que haya tenido que superar nuestra especie en el pasado, cabe replicar que la necesidad no hace a un animal inteligente si éste no tiene esa capacidad ya de por sí.
No es por casualidad que el ser humano es capaz de reconocerse a sí mismo al mirarse a un espejo y los animales no.
Y es muy sintomático que el ser humano tenga la capacidad de observar sus propios pensamientos, de hablar consigo mismo como si hablara con una segunda persona; de observarse a sí mismo, en definitiva...
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“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el”…Vivir.
Imaginemos que vivir en el mar es la máxima aspiración de cada gota de agua: el mar es su cielo. Ahora bien, el mar no consiste en una única e inmensa gota de agua, sino en una infinidad de ellas unidas en un mismo espíritu por compartir la misma sustancia.
El destino de cada gota de agua es el mar. Asimismo, el destino de cada alma humana es el océano celestial.
Cada gota -en su viaje- se evapora, se condensa, se solidifica, se contamina, se integra en la composición de cualquier ser o se encharca en algún lodazal infernal; en un proceso de sufrimiento que, paradójicamente, crea vida por donde pasa.
Hasta que, finalmente, consigue ser liberada y convive feliz en el perpetuo baile de hermandad que es el mar...
Imaginemos que vivir en el mar es la máxima aspiración de cada gota de agua: el mar es su cielo. Ahora bien, el mar no consiste en una única e inmensa gota de agua, sino en una infinidad de ellas unidas en un mismo espíritu por compartir la misma sustancia.
El destino de cada gota de agua es el mar. Asimismo, el destino de cada alma humana es el océano celestial.
Cada gota -en su viaje- se evapora, se condensa, se solidifica, se contamina, se integra en la composición de cualquier ser o se encharca en algún lodazal infernal; en un proceso de sufrimiento que, paradójicamente, crea vida por donde pasa.
Hasta que, finalmente, consigue ser liberada y convive feliz en el perpetuo baile de hermandad que es el mar...
La búsqueda del amor es una aspiración innata de nuestra naturaleza, de hecho su carencia deshumaniza y desequilibra la personalidad. El amor está latente dentro de todos nosotros; es una chispa de la esencia divina que se nos ha implantado para poder darnos vida y personalidad.
Y, como decía Platón, “el amor pide inmortalidad”. Teniendo en cuenta todos los argumentos expuestos hasta ahora, no resulta descabellado pensar que la Creación se origina porque el Amor es creador y tiene autoexistencia.
Es la única clase de vibración capaz de crear desde la nada y de manera evolutiva, sabia y ordenada...
Y, como decía Platón, “el amor pide inmortalidad”. Teniendo en cuenta todos los argumentos expuestos hasta ahora, no resulta descabellado pensar que la Creación se origina porque el Amor es creador y tiene autoexistencia.
Es la única clase de vibración capaz de crear desde la nada y de manera evolutiva, sabia y ordenada...
“Por medio de la experiencia esperas alcanzar la verdad de tu creencia, probártela a ti mismo, pero esa creencia condiciona tu experiencia”. Krishnamurti.
Fuente: El autor del Universo, de Joaquín Ferrer Martínez.
Web: www.psicodescodificacion.com