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VEDANTA ADVAITA SESHA. El dilema de la acción correcta
LOS SISTEMAS DE PENSAMIENTO OCCIDENTAL
Uno de los cuatro grandes problemas que le resta por solucionar a la filosofía occidental tiene que ver con la naturaleza de la acción. Los actos humanos y los juicios de valor que de ellos devienen enfrentan todavía hoy día a los psicólogos, sociólogos, filósofos, e inclusive a los religiosos de las diversas tradiciones del pasado y del presente.
Tanto la ética como la moral, entendidos como conjunto de lineamientos normativos mediante los cuales ha de someterse quien actúe, tienen la difícil tarea de servir de lazarillo en el tormentoso rol del acontecer humano. Ambas, ética y moral, facultan al individuo como ente actuante y marcan el rumbo de su conducta. Sin embargo, tanto la una como la otra crean alternativas que en ocasiones no son muy claras respecto a la acción, en correspondencia a si realmente debe o no debe realizarse o ejecutarse.
No puede negarse la importancia de las reglas personales o sociales que deben primar para mantener una convivencia social organizada. Sin embargo, la historia de la civilización ha sido siempre testigo del intento, por parte de algunos pocos, de manipular las reglas morales que rigen a la gran mayoría con el fin de controlar la voluntad actuante de las masas.
Por ejemplo, anexando a la acción términos como “buena” o “mala”, “válida” o “errónea”, “pura” o “impura” se polariza la libertad de actuar, ajustando la acción a la conveniencia de quien estipula y define las normas de conducta que deben ser seguidas.
Este intento histórico de manipulación moral ha llevado a que la acción sea estudiada y clasificada siempre desde la perspectiva de la consecuencia que de ella deviene. Es así que se evalúa la acción en relación con las consecuencias que acarrea, ya sean: 1- Personales (gratificación, miedo, culpa, placer, venganza, etc.) 2- Sociales.
Pero, ¿Qué es lo que convierte nuestro actuar en válido y qué es lo que lo convierte en injusto? ¿Son acaso las consecuencias que de él devienen? ¿Es el fin lo que justifica los medios? Entonces, ¿la valoración de una acción como justa es sólo una medida personal o social? .
Y, dado que la validación que hacemos de la acción ocurre por razones obvias, y debido a su condición extremadamente relativa, ¿Quién o qué nos aleja necesariamente de una moral universal?
Cuántas veces esa inquisidora vocecilla llamada popularmente “conciencia” interrumpe y modifica el propio actuar; y lo que es aún más conflictivo,
¿Cuántas veces la “conciencia” de un tercero acierta en la descripción o interpretación de lo que debemos o no hacer, para finalmente realizar la acción obligados y sin advertir a ciencia cierta su propia claridad? ¿Cuáles son las pautas morales de esta voz interior que obedecemos con cierto temor reverente? ¿Cuándo se equivoca esta voz y cuándo acierta?.
En realidad no poseemos pautas lo suficientemente estables como para ser definitivamente asertivos en nuestro propio actuar. Solemos actuar dependiendo en muchas ocasiones de aquello que otros hacen o, en su defecto, obedecemos normas cuya finalidad no entendemos claramente. Tener claridad y a la vez obrar con independencia son virtudes inusuales y un tanto ajenas a la cotidianidad del individuo.
¿En qué se funda el sentido humano de la moralidad? Si es en el placer que eventualmente deriva de la concreción de los actos lo llaman moral eudemonista; si se deriva de la enseñanza de Dios, moral teológica; si se deriva del propio placer, moral hedonista. El caso es que siempre puede excusarse la realización de la acción bajo cualquier pretensión.
Por ello, quien erige las reglas morales personales o sociales controla el actuar del ser humano y de la colectividad.
La razón de tanta confusión respecto a la validez y coherencia de la acción, radica en que la moral suele moldearse según la conveniencia de los pocos que implantan las normas y, por tanto, de quienes ostentan el poder para hacerlo.
Así entonces la acción es, en gran medida, la herramienta práctica que plasma el anhelo de poder y de egoísmo del individuo. A causa de ello, la naturaleza psicológica del sujeto crea una dinámica incierta en la moral que establece a modo personal, razón por la cual es imposible sostener su universalidad.
Podemos dar vueltas y vueltas al problema de la acción correcta e incorrecta y siempre llegaremos a una misma conclusión: la moral es relativa y está necesariamente sostenida por una serie de costumbres que dependen de quién es el que actúa, de los núcleos culturales donde se desarrollan o
de los grupos cerrados que implantan las normas.
No existe una moral práctica universal. Encontrar el planteamiento de un único patrón ético es una de las tareas que hoy todavía tiene pendientes la filosofía, y será muy seguramente de tan difícil consecución como lo es la apreciación empírica del Ser que la metafísica occidental ve como inalcanzable.
Según otro acomodado y relativo enfoque, el dilema de la acción correcta se resuelve en la creencia de que lo bueno es bueno per se y lo malo es malo per se. Quien controla la fe que determina qué es lo bueno y qué es lo malo controla el acto per se y, por ende, controla el accionar del ser humano. Dios y demonio pugnan, según esta creencia de conveniencia, por prevalecer en la conciencia actuante de los hombres y dirigir en camino cierto sus creencias y su actuar.
Si no fuera por esta fe absurda y carente de toda lógica, ¿Cómo podría entonces justificarse la inquisición o cómo podría permitirse la miseria y el hambre de tantos hombres a través de tantos siglos? ¿Cuál es, entonces, la razón de ser de las guerras sagradas o la naturaleza de los dioses inclementes? Nuestro mundo sufre y se arrastra a causa de quienes, queriendo dominarlo, dominan y manipulan la fe y con ello pierden lo único que podría considerarse recto: la moral.
¿Y qué queda cuando toda valoración superior muere?: el egoísmo. Es entonces menester mantener y alimentar el “yo”, el interés por lo propio y la creencia de la superior y especial inteligencia personal. Lo importante se convierte en fútil, lo pasajero en útil. El miedo a errar y ser consumidos por la culpa impide actuar de inmediato; se empieza a temer el paso del tiempo y se busca vivir los momentos inmediatos con intensidad y desenfreno antes de que el precioso néctar de adrenalina pierda su sabor.
Y, puesto que lo más cerca- no al cambio constante y a la ausencia de silencio interior es pensar, el nuevo rey es la mente, y su más fiel vasallo, la dialéctica. Así, por fin, se llega a la inevitable conclusión de que “Ser es pensar y pensar es Ser”.
Fue Descartes quien resumió en una frase el caos interior que el ser humano encierra y vive a diario: “Pienso, luego existo”. He aquí el cimiento sobre el cual nuestra cultura construye el letárgico edificio de la valoración de la acción, de lo bueno y de lo malo. Bueno es aquello que sustenta la sed de ser y existir como un “yo”; malo, aquello que tiende a disolver la sensación de la propia egoencia.
Debemos entonces preguntar, ¿Qué es aquello que provee continuidad al ego? Y responderemos: ¡actuar! Mientras esta acción sustente su precaria existencia ha de denominar- se buena. Mantenerse ocupado (no importa en qué, ya sea razonar, enjuiciar o pensar), nos hace sentir que vivimos ¿Y qué es aquello que tiende a diluir la sensación de continuidad del “yo”? ¡El dolor, la muerte! Ese es nuestro enemigo. El mal radica, entonces, en perder la continua apreciación de ser un “yo”.
Por ello, actuar buscando evitar el dolor, la muerte, la vejez, el conflicto o el miedo se convierte en el segundo mandamiento; aferrarse al placer, o por lo menos a su recuerdo, se convierte en el primero.
El ser humano está agotado de pensar y recordar. Su primitiva lógica dual lo hace prisionero de conceptos, juicios y pareceres propios y ajenos. El individuo se asfixia ante la imposibilidad de mantener un instante de calma mental, de silencio interior. Ante la imposibilidad del control de sí mismo, escoge entonces una anecdótica salida: su propia inconsciencia.
Cree que vive, pero no es así; duerme todo el tiempo, sumido como espectador sin control en la ensoñación de un mundo que aparece ante sus ojos. Vive de lo que fue o de lo que será. Pocos son los instantes donde se siente vivo en el presente, en el “aquí y el ahora”. Pide afanosamente a gritos ayuda para encontrar una acción que lo haga sentirse vivo pero no lo consigue; tan sólo la recuerda o imagina.
Algunos sistemas de pensamiento occidental construyen una ética que podría denominarse egocéntrica y constituyen una moral fundamentada en la conveniencia social. En gran medida, muchos de los occidentales que actúan desde la perspectiva religiosa son cristianos teóricos pero ateos prácticos. Cada quién justifica su actuar validándolo en su propio egoísmo.
Así, la corrupción política, religiosa y moral se convierte en el pan de cada día. ¿Cómo culpar de deshonesto a quien fue educado para sobrevivir y no para vivir? Las razones del caos en la acción florecen a causa de que no existen prototipos prácticos de seres humanos a quienes emular.
Estamos inmersos en un torbellino ético sin fin. Nuestra cultura está confusa, pues no sólo se ha moralizado la acción sino incluso también la percepción.
A todo se le adosa etiqueta de “bueno” o “malo”; es más, se han denominado “mandamientos” aquellos actos que como axioma delinean y ordenan la vida; sin embargo, no se lucha por cumplirlos sino en justificar por qué otros sí los deben cumplir.
Cuánta falta le hace un Francisco de Asís a nuestro tiempo... Si sólo hubiese un hombre lo suficientemente maduro a quien seguir y que no necesitara de extravagantes títulos para ser reconocido, el mundo entero correría a oírlo. Pero tal vez no ha llegado el momento. Aún, como hace dos mil años, el egoísmo culpabiliza a quien mora con el corazón libre.